Pierre Vidal Naqué dice que la calidad de un libro no se mide solamente por la información elaborada que contiene, sino también por las reflexiones que suscita su lectura, las prolongaciones que evoca, e incluso las objeciones que provoca. La lectura del Manifiesto cívico del rabino Bergman suscita muchas reflexiones, evoca grandes prolongaciones y quizás pueda suscitar algunas objeciones.
Este libro se llama “Manifiesto”. ¿Por qué un manifiesto? Al parecer, según explican quienes saben sobre etimología de las palabras, el sustantivo “manifiesto” viene del latin: manufestus o manifestus, derivado de manus, mano, y festus, ferre, mostrar. O sea, textualmente, esta palabra significaría “Enseñar las manos”; enseñar las manos, ¿por qué? Quién sabe, quizás en señal de “no tener nada que ocultar”; o “declararlo todo”. De hecho, cuando se realiza un juramento se alza y se muestra la palma de la mano derecha antes de declarar, de manifestar públicamente lo que se conoce.
La segunda palabra es “Cívico”; aquí cívico se vincula a civil en el significado que Avishay Margalit da a este término; una sociedad Civil es una sociedad en la cual “los integrantes no se humillan unos a otros”; unos a otros, cualquiera sea su posición frente a Dios; agnóstico, ateo, o religioso; cualquiera sea la fe que profese (cristiano, judío, mahometano, hinduista, etc). Lo que une a todas las personas, dice Bergman, no es la noción de Dios sino la de espiritualidad; en la sociedad cívica, dice, no todos son creyentes; son muchos los ciudadanos que viven profundamente comprometidos porque son espirituales. Lo trascendente, dice casi al final del libro, no es el mundo de las creencias, los dogmas y la fe; lo trascendente es aceptarnos como seres espirituales.
Un “manifiesto cívico”. Sergio Bergman escribió este libro, pues, para declarar, para manifestar públicamente todas sus obsesiones. La palabra obsesión está usada en el sentido que la da Sergio Rodrigues, importante e influyente periodista, escritor y dramaturgo brasileño del siglo XX, quien afirma que "Lo que da al hombre un mínimo de coherencia es la suma de sus obsesiones".
Bergman no camina solo con sus obsesiones. Está acompañado por los grandes pensadores de la historia.
La primera obsesión, como adelanté, es la noción de espiritualidad. ¿Qué es esta espiritualidad?
Para Bergman, la espiritualidad se descifra a través de una idea central: el hombre no es una obra acabada; se está formando día a día, tiene aptitud para dialogar, y en el diálogo crece. Si esto es así, la frase “No sólo tengo razón, sino que no hay nada que el otro me pueda aportar” muestra, simplemente, carencia de espiritualidad. Por el contrario, la noción según la cual la obra no está concluida lleva de la mano a la tolerancia, ese valor que nos hace mirar al otro “no como el adversario, sino como el que piensa diferente y con el que tenemos el deber de construir”.
En esta obsesión, el autor camina junto a Kovadlov quien dice: “Al dejar de construir, se renuncia al perfeccionamiento para recaer en la idea demoníaca de la perfección alcanzada. Ello equivale a precipitarse en la intolerancia, en la siembra del mutismo que exige la arrogancia de la palabra definitiva, de la palabra hegemónica”.
(b) Para el rabino, el mal es la omisión del bien; ser malo, no es sólo hacer el mal, sino también no hacer el bien. Aquí camina junto a Martin Luther King quien decía: “Nuestra generación tendrá que arrepentirse no tanto de las malas acciones de la gente perversa, sino del pasmoso silencio de la gente buena”. Si Luther King camina a su derecha, Einstein lo hace a su izquierda: “La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”.
Por eso, Bergman advierte que este libro está dirigido a todos los ciudadanos, pero principalmente “a los que teniendo sus necesidades básicas satisfechas permanecen ausentes de lo público”.
(c) En una Argentina en la que los hechos parecen haber vencido al derecho, Bergman cree que “un buen comienzo para revisar qué nos pasa y por qué nos pasa, es volver a los textos y verbos fundantes de nuestra Constitución”.
¡Qué cerca está del filósofo Carlos Nino, quien enumeraba la anomia (o sea, una vida sin respeto a la ley) como uno de nuestros grandes males!. Hay que volver, pues, a la fuente.
(d) Pero esa fuente no debe ser vista como un simple documento. Bergman enseña con razón que la Constitución no es un documento, es un proceso. La acción de constituirse, dice, es cotidiana; y por eso, nos propone descongelar las instituciones; desfosilizarlas.
Esa tarea exige hacer. Y ésta es la gran obsesión del autor, que rememora inmediatamente dos famosas y enfáticas frases; por un lado, el casi mandato ortegueano: “Argentinos, a las cosas”; por el otro, el imperativo de Roosvelt, que frente a la terrible crisis económica, pronunciaba sólo cuatro palabras: “Algo hay que hacer”.
Bergman empieza llamando a una masa crítica de la sociedad argentina con ganas de “hacer algo” y nos dice que “lo verdaderamente humano es tener conciencia activa, o sea, hacer un ejercicio continuo de reflexión sobre lo que sucede, pero fundamentalmente, sobre lo que hacemos. Es la idea según la cual “un hombre, cuando muere, es lo que fue y lo que hizo; y así se lo conoce para siempre”. La civilidad de lo humano, pues, no se declama; se sustenta “en la práctica de lo que somos con lo que hacemos. Somos civilizados si hacemos civilización; somos buenos si hacemos el bien; somos justos si hacemos justicia.
(e) Para comprender cómo las virtudes ciudadanas están en nuestra constitución, Bergman nos regala un glosario de los valores positivos y negativos, a los que llama virtudes y pecados capitales, pero esta terminología no tiene significación religiosa sino cívica.
De ese glosario he elegido algunas voces que engarzan en esta obsesión por el hacer; la opción es interesada, porque la obsesión por el hacer marca a todos los mendocinos, una tierra que se hizo con el esfuerzo cotidiano.
Tomo el valor coherencia, precisamente, porque como dije al comienzo, son las obsesiones las que nos dan coherencia. Coherencia, dice el rabino, es ser en el hacer. Es claro, no hay mayor incoherencia que declamar una cosa y hacer otra.
Rescato también la voz elección. “Es mejor elegir y equivocarse que omitir la elección”. La elección aporta a la superación, y esencialmente, dice, “es un acto de optimismo”.
La lealtad es mantener el pacto, “el compromiso de aquello que el sujeto asumió que iba a hacer”; esa lealtad nos impone ser valientes, o sea, avanzar aunque se tenga deseos de abandonar; mantener el rumbo fijado; probar cosas nuevas y enfrentar situaciones difíciles; volver a intentar y hacer lo que creemos correcto, aunque otros no nos acompañen. Por el contrario, la pereza deja pasar la vida como oportunidad de transformación. El perezoso, por no hacer, deja pasar las opciones que la vida le ofrece
Termino con la inteligencia, que no equivale a conocer todas las respuestas, sino a encontrarlas. Es que como dice un autor italiano (Arnaldo Momigliano) “enfrentamos un futuro en el que las respuestas ya no son ni serán las mismas porque, a decir verdad, nos han cambiado la mayoría de las preguntas; en la ruta del futuro, lo que viene no siempre se parece a lo que se ve en el espejo retrovisor, por lo que debemos aprender a convivir con la desproporción entre las preguntas inteligentes que somos capaces de formular y las respuestas plausibles que somos capaces de dar”.
Por eso, Bergman dice: “Creatividad e inteligencia son también necesarias para afianzar la justicia, desde que ante situaciones y contextos cambiantes, necesariamente debe haber una acción creativa para entender cuáles serían los parámetros de justicia en este presente. La ley de la justicia, en contextos dinámicos, requieren reinterpretación constante”. Aquí las ideas de Bergman se entremezclan con las del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que manda hacer una interpretación dinámica, para que los textos no caigan en la obsolescencia
La segunda parte del libro está dedicada al análisis del preámbulo; Bergman invita a una re-lectura del preámbulo, ese documento que en el colegio aprendimos de memoria, sin tomar conciencia de todo lo que encierra. En esta parte aparece otra obsesión: el pacto.
Un pacto implica la existencia de otro con quien hay que sentarse a conversar. A su vez, el pacto es la formalización de la confianza. Ambas partes saben que deben sostener lo pactado, no teóricamente, sino con hecho concretos.
Esta idea da base o fundamento a la primera frase del preámbulo: Nos los representantes........Para Bergman, en la representación se comparte un pacto, una construcción, un destino común. La justicia en la representación empieza, antes que nada, porque el pacto de representación es la ley y un primer acto de justicia es que el representante y el representado cumplan con los derechos y obligaciones que la ley impone. El preámbulo rememora que texto nace “en cumplimiento de los pactos preexistentes”, y esta circunstancias se une a la noción de justicia. “Lo justo en un pacto es cumplirlo; lo injusto es no cumplirlo; si lo pactado resulta injusto para alguna de las partes, necesariamente, hay que repactar. Cuando un pacto se rompe, se instala la injusticia. Ninguna de las partes debe hacer justicia por su propia mano; todo debe ser dicho al momento de pactar; por lo tanto, el trabajo posterior es cumplir con lo pactado. Por eso, no es sólo cuestión de firmar el pacto, hay que sostenerlo en cada ocasión”.
El preámbulo enumera varios objetivos: constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad
Cabe detenerse en “promover el bienestar general”, no sólo porque hoy está tan abandonado por las políticas públicas que se desentienden de la minoridad abandonada, de los ancianos y discapacitados carenciados, etc., sino porque nadie espera leer en la parte dedicada a este objetivo lo que aquí se encuentra. Al hablar del comienzo y del fin de la vida dice: “Siendo sagrada la vida, debe cuidarse su dignidad, y al mismo tiempo, como garantía del Estado, debe establecerse un debate republicano que haga la diferencia, pues despenalizar no es necesariamente habilitar indiscriminadamente. Todos y cada uno de los temas que hacen a un debate ciudadano, se acuerde o no con estas posiciones, deben orientarse a una cultura de respeto por el disenso, la libertad de conciencia y la aceptación de los mecanismos que la democracia republicana establece para que las nuevas generaciones vean en nuestra Constitución un espacio de debate”.
La última parte del libro es la propuesta, el desafío, cómo operar un cambio sociocultural. Como el lector imagina desde las primeras páginas, el proceso de cambio es esencialmente educativo, pero ese proceso sólo será posible, dice el rabino, desde la ejemplaridad. Por lo tanto, es necesario instalar modelos referentes que reflejen en hechos concretos la teoría de los valores; es decir, individuos que traduzcan los valores en prácticas
En ese proceso, se nos impone pasar de lo privado a lo público, entendiendo por público aquello que uno puede compartir con el otro abiertamente. Aquí Bergman camina al lado de Habermas y toda su doctrina de la democracia participativa. “Quedarse solamente en lo privado implica que lo público opere aisladamente y según sus intereses y conveniencias mientras que los ciudadanos permanecen privatizados”. “Para vivir en un país hay que tener vida privada y vida pública. Hoy en nuestro país no hay vida pública; sólo hay vida privada que usa de lo público”.
Bergman no aconseja hacer catarsis con las cacerolas; tampoco sugiere que los partidos políticos deben desaparecer; por el contrario, un partido político, dice, es un lugar de llegada, no un punto de partida. Hay que usar para lo público los mismos estándares que usamos para lo privado, y los referentes deben dar este paso ya. Impulsa, pues, a un cambio de paradigma, no el de la política ideal, sino el de la política posible, y esto comienza con la participación. ¿Participar dónde?¿Cómo? Como estamos enfermos de la falta de control, Bergman nos convence que la tarea es controlar, auditar, teniendo a la ley como reaseguro. “Nos faltan ciudadanos; hay que trabajar, hay que hacer; la transformación sólo se producirá con gente; gente con gente haciendo cosas”.
Y en esta propuesta, el autor se une a Héctor Tizón, juez y literato, cuando en su libro Tierra de frontera afirma: “Todo está en el hombre común, así como la música está en un instrumento, pero es necesario que lo toquen”. Bergman nos invita a todos a tocar el instrumento que mejor conocemos y a formar una gran orquesta de ciudadanos. Ojalá suene bien.
viernes, 22 de agosto de 2008
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